''Denn die Todten reiten schnell''

jueves, 12 de julio de 2012

Algo de Café

Miro la taza de café, enfriándose mientras pasan las horas. En la cabecera de la mesa. Enfriándose. Una mano quieta junto a la mía. Respiro hondo y cierro los ojos. Esta mañana me levante como todas las mañana desde que comencé a trabajar en el McDonald’s. Había estudiado ingeniería civil, pero no se me había dado la oportunidad todavía de trabajar en una gran empresa y tenía que sobrevivir de alguna manera. Mi novio, Cristian, trabajaba como supervisor de una gran compañía. Esa noche se había quedado a dormir conmigo, y mientras me vestía después de una ducha caliente miraba su espalda musculosa y sus risos castaños claro. Tenía pecas por todo el cuerpo. Parecían estrellas en un cielo limpio. Después de mi turno volví a casa a preparar comida. Cristian pasaría a verme sobre las seis y quería tener todo arreglado para su llegada. Como futuro empresario tenía un estilo de vida que yo, por ahora, solo aspiraba. No quería sentirme inferior a su ritmo. Mientras limpiaba de aquí para allá recordé como mi padre me golpeaba cuando un vidrio quedaba con alguna mancha o no había de la comida que le gustaba. Me temblaron las manos y perdí quince minutos en recoger los restos de una taza. Mientras hacía la cama recordé a mi madre, cuando yo solo tenía once años, borracha en la cama, con un cigarrillo en la mano. Roncaba. Estaba profundamente dormida en sus sueños alcoholizados. Mientras limpiaba el baño recordé cuando atropellaron a mi perro, Ben, y cómo explotó su cabeza cuando la rueda le pasó encima. A los siete años vi como saltaba la sangre y salpicaba la calle, las hierbas y mis mejillas. Estaba sola en el instante que ocurrió todo eso. El conductor siguió de largo y desapareció a toda velocidad. Las seis, siete, ocho, nueve, diez… Salgo a buscarlo, preocupada de que… Este borracho con un cigarrillo. De que se enoje por las manchas en el piso. De que le explote la cabeza. Cristian no contesta cuando toco el timbre de su lujoso departamento. Me quedo cinco minutos más delante de la puerta y me voy. Cuando estoy a punto de salir veo por el vidrio polarizado de la entrada del edificio el coche de Cristian, aparcando. Del coche salen él y una mujer rubia, de labios gruesos. Me escondo en un rincón detrás de unos sofás y veo como él y la puta suben las escaleras, riéndose como niños y besándose como animales. De camino a mi casa pienso en mi padre, mi madre y Ben. Pienso en Cristian. Pienso en la puta. Me detengo un segundo y miro el escaparate de una tienda. El sábado invito a Cristian a tomar desayuno. Se deshace en disculpas por haber faltado la otra noche. “Ya sabes cómo es el trabajo, cielo…” Le sirvo una taza de café. Se lo toma de un sorbo. Esta caliente, pero eso no parece afectarle. Lo miro fijamente mientras sufre convulsiones y le sale espuma de la boca. Miro la taza de café, enfriándose mientras pasan las horas. Enfriándose. Golpeando. Fumando. Bebiendo. Explotando. Cojo la taza fría y me la bebo de un sorbo, sintiendo el sabor a cafeína y veneno recorrer mi garganta. Respiro hondo y cierro los ojos.

La Venganza de la Medianoche

Volando contra el cielo frío de la medianoche mis alas hacen sombra bajo la luz de la luna fría. Planeo en lo alto y miro hacia el suelo, a unos siete u ocho metros de distancia. Ni un alma recorre las calles de Manhattan: los niños duermen plácidamente en sus camas mientras el monstruo los acecha desde debajo de sus camas y en los armarios. Los hombres y mujeres con ojeras bajo los ojos esperan a otro día más de trabajo. Los adolescentes beben tragos hasta tambalearse dentro de los antros oscuros que hacen temblar a sus progenitores. Es una noche idílica. Mis rizos rubios se mueven en la dirección del viento mientras busco un alma. Mis almas tienen ciertas particularidades en comparación a las almas de otras castas de ángeles. Las de Cupido, por ejemplo, siempre tienen lazos de a pares, unidos inexorablemente por el destino. Ahí es cuando él entra en acción y con su flecha une esos dos lazos. Mis almas son gris sucio, casi negro, pero no llegan a tal intensidad: es absolutamente imposible que un ser humano llegue a tal punto de oscuridad. De sus ojos chorrean gotas de sangre y siempre tienen esa mueca de dolor en sus bocas que me hace temblar. No es que no haya visto algo peor que un par de rictus deformes, pero por alguna extraña razón siempre me han perturbado esas bocas tan humanas e inhumanas a la vez. Percibo un olor en el aire. También es otra de las características de ciertas almas: tienen olor propio. Esta me llama a mí como la gasolina llama al fuego. Intento rastrearlo, pero el viento se lleva el pequeño indicio. Al menos sé que ando cerca de mi presa. Giró a la izquierda y desciendo. Las calles están húmedas y huelen a neumático; arrugo la nariz. Aunque solo ande en jeans no siento sobre mi piel el frío invernal que azota a estas horas; mi cuerpo está hecho para temperaturas y químicos tan extremos que podría sobrevivir aunque una bomba atómica me cayera en la cabeza. Camino un par de cuadras, a ratos percibiendo el leve olor, que de pronto lo asocio a rata muerta, y desaparece, entonces vuelvo sobre mis pasos y camino a ciegas hasta volver a sentirlo. Mis instintos están alertas: ha llegado la hora del “lobo-caza-al-conejo”. Doblo en una esquina y me hago hacia atrás al ver una silueta salir de uno de los edificios. Asomo la cabeza detrás del muro y puedo divisar un alma fulgurante, encorvada, y gotitas de sangre marcando el camino que recorre como las migajas de pan de Hansel y Gretel. Ahí está, mi víctima. Es un hombre. Pelo cano, entre unos cuarenta y cinco y cincuenta años, buen estado físico, con una bolsa de basura sobre los hombros. Tras él lo sigue otra alma, pero sin cuerpo: una mujer de vestido rosa, guapa, de cabellos morenos y ojos verdes. En sus mejillas hay lágrimas y mira en estado de shock a mi presa. Siento una profunda pena por esa alma pura, consternada por la muerte prematura que se le ha concedido, y de pronto me invade una ira ciega por ese hombre que se cree con derecho a arrebatarle la vida a una criatura tan bella. Espero a que el Ángel de la Muerte coja con sus huesos amarillentos el alma de la mujer de ojos verdes y cuando están fuera de mi campo visual me dispongo a seguir al bastardo. Ahora su olor, el olor de su alma, me es inconfundible: huele a sudor y a sangre. Lo sigo. Veo como su respiración se hace más trabajosa por el peso de la bolsa. A unos kilómetros se encuentra su coche: mete la bolsa en el maletero. Alzo el vuelo y lo sigo en las alturas. A unos diez kilómetros lejos de la escena del crimen el hombre se detiene y, con guantes de látex, bota el cadáver en un contenedor. Mira a su alrededor, atento como un lobo, y se larga lo más rápido y silencioso que le es posible. Maneja por horas por distintas calles antes de detenerse delante de un edificio de fachada blanca. Se ve que es un hombre que no disfruta de muchos lujos mundanos, pero tampoco se muere de hambre. Desciendo (la calle está completamente desierta) y lo sigo hasta su departamento silenciosamente, a un par de metros a su espalda. En todo el viaje no he conseguido ver su rostro, pero pronto él conocerá el rostro del dolor. Entra al departamento y con la mano (han desaparecido los guantes) se seca el sudor de la frente. Siento que el corazón me da un vuelco al ver que no cierra la puerta a sus espaldas. ¿Se dio tantas molestias para no dar indicios de sospecha, tan atento a cada uno de sus movimientos, y se le olvida cerrar la puerta de su departamento? No, algo no encaja… —¿Te vas a quedar toda la noche parado frente al depa. o qué, Vengador? Siento como mi corazón da un brinco. Se me corta la respiración. Es imposible que él se haya dado cuenta de que lo seguía, completamente imposible. Menos aún saber quién era yo… —¿Quieres beber una copa, Ángel? —pregunta, mirándome sobre el hombro en la oscuridad de lo que parece ser el living. No logro ver su rostro ya que los rayos no alcanzan el punto en el que él se encuentra. Aprieto los puños y entro hecho una furia. ¿Quién se creía este humano, este asesino, para tratar así a uno de los ángeles de Dios? ¿Quién era este…? Una ráfaga de viento frío me envuelve y la puerta se cierra de golpe a mis espaldas. Doy un brinco pero recobro la compostura de inmediato. El pulso se me acelera. Miro la silueta oscura que se haya en medio de la sala y siento que mi corazón se retuerce en mi pecho, pero no logro identificar la razón a ese sentimiento de malestar y extrañeza casi horrorizado. Aún de espaldas puedo percibir que el hombre sonríe. Me estremezco y aprieto la mandíbula. —Has cometido pecado, mortal. He venido para darte una oportunidad de redimirte y dejar este mundo, al que has demostrado detestar y no ser digno de vivir en él al destruir a tus hermanos y hermanas. —le digo con voz más firme de lo que siento. Su sonrisa se extiende. —¿Acaso no te has dado cuenta, angelito? Su voz se ha vuelto extraña. Extraña de una forma estremecedora. Más grave… y gutural. Pareciese que su voz tuviera eco. —¿De qué hablas, humano? —trago saliva. —Acaso no te has dado cuenta de que somos del mismo lugar originalmente… y ahora somos enemigos, ángel. Se gira: su rostro es tan monstruoso, tan bestial, que cualquier descripción de tal horror no bastaría para lograr helar la sangre como se me heló al contemplarlo. Vi su alma, su verdadera alma y no el glamour que había visto cuando salió del edificio con la bolsa de basura, y mi corazón se salto un latido: era negra, absoluta e inconfundiblemente negra. —Tú no eres humano…—logro susurrar. Una risa chillona sale de esos dientes amarillentos, puntiagudos como dientes de sierra, y manchados de sangre. —¡Ángel estúpido! ¡Já, já, já, caíste como un ratón atraído por un maldito queso! ¡Vengador idiota! ¡JÁ JÁ JÁ! ¡Ahora nos divertiremos mucho contigo ángel, porque nosotros, la Legión,dominaremos la humanidad, y ni tú ni tus hermanitos celestiales podrán hace nada por impedírnoslo! ¡JAJJAJAJAJAJAJJAJA…! Manos frías, tan frías que logran helarme los huesos, me atrapan los brazos, las piernas, el torso, la frente, las mejillas… —¡NO! ¡OH, DIOS MÍO, NO! El demonio ríe: —Has pecado, ángel. Tu misión es vengarte de aquellas almas pecadoras, no admirar a mujeres humanas de ojos bonitos ni sentir odio. Y tú has hecho mucho de ambas. Es hora de que pagues por tus pecados, Vengador. El fuego se apodero de la habitación. El humo entra por mis pulmones y mi garganta. Siento como me desgarran la piel y las plumas. El dolor…